Cuando
había pasado más de dos horas con el agua hasta la rodilla me hice
unos mates. Estaba cansado de luchar contra las filtraciones. Pero
apenas media hora después ya tenía el agua hasta el cuello y tuve
que bucear adentro de mi propia casa; la puerta de salida se hinchó
y debía conseguir algo para reventarla.
Martillo-gancho-palanca-un vecino y la puerta reventó. Una vez
liberada la entrada, se formó un remolino y mis cosas empezaron
a salir conmigo. La computadora, mi colección entera de la revista
“Expreso imaginario” y la billetera -que ella me regaló para
tranquilizarme por el robo de la mía- salieron a la par mía. La
billetera dobló por diagonal 74 y eso fue lo último que víví con
resignación durante varios días.
Subí
al único balcón que tenía la cuadra y aparecieron imágenes en mi
cabeza: la choza que refugió a Salinger
durante años, la guitarra extraviada de Yupanqui, la escopeta de
Cobain; todas de mundos paralelos. Se producía una unión de
aquellas postales con la que estaba viviendo en ese momento. Las veía
junto a las maderas de la baranda que me sostenía. Había oscuridad
total, registré el aullido de los perros y noté cómo las alarmas
de la ciudad se iban apagando.
Han
pasado dos semanas y ahora, cuando me acuesto, tengo una rutina:
corro la cortina de la ventana de mi pieza y miro
sobre un árbol caído el número
tres de “Expreso Imaginario”, a veces el viento la abre y la
suspende en alguna página. Hoy se queda en la número trece. Luego
certifico si tengo mis llaves debajo de la almohada y por último me
tomo un lexotanil.
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