lunes, 11 de noviembre de 2013

Cara de libro


Hasta marzo del 2013 Facebook tenía registrado 1.110 millones de usuarios. Se trata de una red social que desde sus inicios, el 4 de febrero de 2004, siempre pidió tener una foto de perfil. Uno puede poner cualquier foto pero la comunidad optó, quizás por eso tuvo tanto éxito, por las fotos personales. Por retratos lindos y elaborados que muestren las virtudes de nuestros rasgos y oculten las imperfecciones, ya sean granos, arrugas, narices largas, narices cortas, una ceja más larga que la otra. Una foto de perfil que nos defina, que nos muestre solteros o enamorados, inteligentes o sexis, sagaces o tiernos. Al principio los autorretratos dominaban el recuadro que siempre estuvo arriba a la izquierda del home de la página. Como esas acciones se volvieron ridículas, aparecieron las de uno mismo pero hechas por otros.
Por eso una foto de perfil no es moco de pavo: puede buscar intelectualidad y lograr ridiculez, puede buscar reflexión y lograr obviedad, puede buscar el lado más prolijo y lograr evidenciar rastros de cera en la oreja. Si no te filtrás un poco, una foto de perfil te puede hacer quedar como un pelotudo.

jueves, 7 de noviembre de 2013

La lechuza



Ffffsssshhht. En el 275, el que va a Punta Lara, parece que se metió una lechuza. Pueden ser los frenos del colectivo, la línea cuenta con el modelo más viejo que se puede largar a la calle. Puede ser un pedo de la señora que se me sentó al lado y parece fatigada. Puede ser el aire entrecortado de alguna ventana. No sé qué sea, pero parece lechuza. Cuando el bondi pasa por el Bingo -que se ubica próximo a la estación de trenes- vuelvo a escuchar el ruido y miro de reojo a la señora: parece calma, quizás porque ya es su segundo pedo o quizás porque no tenga nada que ver. El ruido suena dos veces más, me saco los auriculares y acomodo mi cuerpo para tener mejor visión hacia el interior del micro. Dos pibes que están sentados delante de mí se ríen. Mi asiento es el último antes de llegar a la puerta trasera. Los chicos me miran y cabecean hacia la izquierda. A la misma altura, pero en los asientos individuales, hay un hombre de unos 50 años con la cabeza tumbada. Cada cuatro o cinco cuadras la endereza y luego se le vuelve a caer. Sus ojos están rojos y vidriosos. Cuando llegamos a Plaza Italia, casi el centro de La Plata, lo hace dos veces seguidas.
Por calle 7, el 275 se llena -y nosotros que ya nos acostumbramos al señor chillón- esperamos sorpresas de los nuevos pasajeros. Algunos están de espaldas y pegan el salto hasta que descubren el motivo del ruido. Hay dos señoras que se asustan y hablan algo con el chofer. En 7 y 45 hay un choque, bocinas, el micro intenta subir la rambla, un auto de frente lo putea y el señor chillón endereza la cabeza. Hay una chica que se acaba de subir aturdida y se pone justo adelante del protagonista de nuestro viaje. La chica se balancea con las maniobras enérgicas del micro que ya está retrasado y el hombre toma una decisión incorrecta: trata de cederle su asiento a la chica. Ella acepta la cortesía pero cuando él intenta dejarla pasar pierde su estabilidad y manotea sin ver. Tetaculo, tetateta, culo. Ahora hay gritos, un micro frenado y un chofer empujando a un señor chillón hacia la esquina de 7 y 46. Abro mi ventana, el micro arranca y desde la esquina, con cara de haberse bajado en la esquina incorrecta, escucho el último suspiro del protagonista del 275: Ffffsssshhht.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Tito, mostrá esa porquería


Le encontró la vuelta. Tito tiene una verdulería hace más de treinta años y del otro lado de la calle está su casa. Cuando entrás al negocio te grita como si fuera un sargento: ¡Buenas tardes señor! Y luego te deja elegir la fruta o verdura que vas a a llevar. El precio es barato y redondo: tres kilos de papas, seis bananas y seis manzanas son diez pesos. Lo dice siempre igual, con cierto despojo: “die peeesos”. Lo mismo con cualquier combo. Llama la atención que nunca haga la cuenta y que pocas veces use su balanza. Generalmente son die peeesos, o veinte peeesos. No hay muchas variantes.
Tito dice que vende todo lo que tiene que vender bien temprano. Dice que nunca lo ven porque vende lo que tiene que vender a la hora en la que todavía todos duermen. Es pelado y cuando larga una carcajada parece Papá Noel. Pero Tito no tiene barba larga y blanca, sí tiene dos buldogs blancos que aún son cachorros. Macho y hembra. “A estos me los voy a quedar, no voy hacer lo que hago siempre con todos los perros y gatos que me llegan al negocio...”.
A media mañana, Tito puede estar leyendo a Foucault, novelas del siglo XIX o directamente El Plata, la versión reducida del Diario El día. Si hay sol está en la vereda con más de una silla y si no está adentro con la puerta cerrada; cuando uno pasa por ahí se lo puede ver igual a través del ventanal que ocupa todo el frente de la verdulería.
A la tarde siempre está con otros hombres que se quedan a discutir sobre fútbol o carreras de caballos. Tito les hace mate. También recibe a dos linyeras del barrio y a los nenes que le piden alguna banana que le sobre. Los linyeras y los nenes a veces también se quedan adentro de la verdulería. Tito, por las tardes, pone rock and roll.
Ni bien entrada la tardecita, el movimiento de la verdulería se apaga. Baja la persiana oxidada, se lleva a los perros y guarda todos los cajones con verduras, frutas y flores. Después de pasarse todo el día entero en el negocio, Tito desaparece. Va a ser el primero en levantarse al día siguiente para vender eso que nadie alcanza a ver. Una vez me dijo: “Si necesitás seguir escribiendo varias horas seguidas, venite temprano al negocio que yo te puedo ayudar”. Por eso es obvio: Tito le encontró la vuelta.