miércoles, 23 de febrero de 2011

Perro botellero


El maldito poeta botellero

            Los días más grises parecen ser esos en los cuales uno debe tomar decisiones importantes, o debe ir a trabajar, o debe ir a estudiar, o debe ir a cirujiar. Quizás esos días en los que uno… debe. Cuando el sol deja el otro lado del mundo y se aparece por este hemisferio, que de hecho uno nunca sabe cuál es el punto cardinal, pero todos saben cuál es el espacio por donde sale. Y entonces empieza el día. Un día más. El suelo se ha vuelto tan aburrido que los días son uno más. Pero existen personas o cosas en donde todavía piensan en no perder las ganas de generar producción individual y entonces ahí es cuando esos días empiezan a tomar formas. Es cuando se levanta la vista (y quizás la atención) y ve pasar, arriba de un móvil mojado, a un perro botellero. Claro, con camisa botellera. Ladrando y cumpliendo el papel de un felíz botellero.
           


Entonces aparece el sol y su día, todavía sin forma, empieza a rodar. Tiene pinta de malevo, ojos dulces, un poco de rencor en la melancolía, pero dicen que es un gran poeta maldito. Orejas con olor a garrapata instalada y hocico gastado. En su carro de madera color alpiste y ruedas al ritmo de licuadoras desliza su mirada de pasto. Zanjas, basureros y desperdicios son sus labores cotidianas.
            El perro botellero, que algunos chiflan Maxi, otros gritan Felipe, no tiene nombre. Dicen que lo está buscando, pero que todavía no elige uno que le convenga. Su dueño, el botellero propietario del carro con ruidos por todos lados;  un tipo de secos sentidos y extraños mimos. Para y sube, grita y sigue. Crónico malhumor que afianza su carácter.
            Y el sol hace brillar el azul del día y la carreta comienza su recorrido, calles de barrio gritón, calles de barrio callado; el poeta maldito eufemiza y elabora metáforas de una rata que se cruza en un basural, botellas sucias que se parten de soledad y algún que otro candelabro de cañas improvisadas. Todo sirve para su prosa cotidiana, para su aventura marginal, que comienza una y otra vez y nunca conoce su final.
            En las alturas que le otorga su carro, el maldito poeta, disfruta del aire que le propone bocanadas de pureza para remontar la ilusión de caminar la ruta. La paz de él y su dueño se vuelve imperturbable con la furia del cotidiano frenetismo. Autos llenos de vocinas, saturados de ruido, personas que caminan mirando el piso, calles cargadas de voracidad y en el medio del infierno ellos, despojados de prejuicios y atentos a la cirujiada. Todos los días pueden aparecer cosas impensadas entre la mugre de la sociedad.
            Ya entrada la tarde, el carro estaciona sin maniobra y ambos compañeros saltan al reviente del revoltijo. El perro botellero comienza la expedición y examina cada pedazo de desperdicio, zapatillas de color rojo, diez pack de mayonesa sin abrir, un libro a medio quemar, cuyo nombre parece divisar el título de “Paíto”. Entre hermanos de olores y una botella de Vodka vacía, él levanta la vista y ve pasar a la causa de sus sueños perturbados: Lola. Una pordiosera de pelo castaño que anda sin dueño y que decide noche tras noche cuál será su lugar para dormir. Por los días su trabajo es el de actriz entre los locales de comida rápida y al caer la luz va a galpones abandonados, que ahora algunos deshilachados proponen lugares artísticos de recreación.
            Lola, un amor para cualquier vagabundo que se le cruce en el camino. Y ni que hablar del perro botellero, cada vez que la ve se fija si su camisa está prolijamente arremangada  y si sus patas están en condiciones para algún abrazo de infortunio. Círculo vicioso que propone la avaricia entre los desahuciados peludos que luchan por su atención, pero que nada logran.
            Una vez perdido de vista a la pordiosera, el perro botellero vuelve a su arte y concuerda que es una linda tarde de verano. Teniendo en cuenta la acción extra de la casualidad (o el destino) de habérsela cruzado tan solo una vez más.
            Cae el día acompañado de su locura y la amistad de éstos cómplices concuerda en seguir al colectivo, a toda velocidad, que se dirige a esa Facultad en donde todos sus pasantes siempre tienen algo que tirar. Nada. Solo un anillo de hojas secas, perdidas en el tiempo, que lo único que provoca es la inspiración del poeta, tomando un lindo recuerdo de cuando fabricó ese anillo de brillos trascendentales que nunca se animó a darle a la pordiosera de esos lugares.
            Los dos miran para arriba, y el botellero poeta ve un terrible algodón de nube que amenaza la tormenta. Será solo el amague, la nube seguirá otro camino y el tiempo calmo regresará para darle el final merecido al día.
            Con distracción al amague se termina el recorrido, nuevamente desconocido,  y la noche arrebatada de estrellas les impulsa el carro para el regreso.
            Como todas las vueltas, el perro botellero, mira hacia el cielo porque cree que el mundo debe mirar más para arriba y dejar despojada esa mirada que caracteriza a nuestros tiempos, siempre para abajo. Sin mirar nada, sin importar nada, sin saber nada. Solo lo suyo y lo que les compete a cada uno individualmente. El va mirando para arriba y conoce cosas nuevas, todo el tiempo.
            Entonces va dejando las calles atrás, cantando, gritando, liberándose, como tanto le gusta. Canta, grita y fieles cómplices lo abrazan en coros. Se va gritando, y Lola escondida desde un costado lo mira como cada regreso. Ese maldito poeta botellero que alegra el techo improvisado de ella, siempre cerca de él.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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