A punto de aflojar las piernas, la cara grasosa, el olor de los fideos pasados. Libero la espalda, me sueno el cuello, pienso algo que no resuelvo. Cuando meto las manos en los bolsillos podría esperar que pase algo, que ese refugio que se vuelve cálido trascienda la acción, mi pieza, mis ideas; que trascienda los pocos minutos que le quedan a ese disco que puse y me olvidé puesto, que es largo y que por eso todavía suena. Suspiro la salida de mis manos y veo tres boletos arrugados, lo único que los diferencia es la hora de salida, el momento en el cual se imprimieron para mí, mi estadía en un transporte lleno de ruido, ideas, olores viejos, distintos zapatos, pinturas para la cara, un cuaderno, cuatro lapiceras (todas de distintas marcas), cabezas, sueños y pesadillas. Tres boletos arrugados que marcan el final de un día y cortan la incertidumbre de un bolsillo que me pueda trascender.
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